Con un millón de habitantes y en continua actividad, hay contados resquicios de la historia, solo a encontrar en la muralla o en los templos (a contar por decenas). Tampoco es una ciudad atractiva por su modernidad y contrastes como otras en Asia.
Quizás esto es una de las razones de mi enamoramiento: en Chiang Mai lo tradicional se ha modernizado conservando su simplicidad y encanto, en las cosas y en las personas.
Tiene la particularidad de descubrir sus secretos desde su propio corazón, que esconde un encantador pueblecito por el que puedes caminar de día y de noche tranquilamente durante horas sin encontrar a nadie. El pueblo en forma de cuadricula termina en las propias murallas desde las que empieza el desparrame de la continua actividad…se concentran multitud de pequeños negocios y barecitos en un tranquilo barullo de los locales y los extranjeros en absoluta integración.
Los perros, los perros en los templos, los templos, los monjes con los perros y la gente, los tuc tucs de día y de noche, los mercados de día y de noche, los sensacionales curries (verde, rojo, masaman y pa-tong), los cables de la luz, los miles pequeños altarcitos con ofrendas montados en cualquier rincón, los seveneleven 24 horas, las locas mas majos despreocupados, liberados y aceptados, la luz en los ojos de la gente , la eterna sonrisa…El buen rollo permanente.
Cuando vives Chiang Mai, se te resetea algo dentro y mágicamente entras a formar parte de ese buen rollo. De hecho todavía me dura algo. Y antes de contaminarme del todo y llegar al punto de no retorno, yo también me voy.